martes, 30 de septiembre de 2008

Moral religiosa, moral laica

Fuente: Milenio Diario
Escribe: Roberto Blancarte

Yo me imagino que no fui el único mexicano que tuvo un escalofrío al ver el interrogatorio (aunque parecía más entrevista amigable) hecho por la Procuraduría General de la República a los criminales confesos que narraban con lujo de detalles cómo habían arrojado granadas a multitudes inocentes. Sin la menor señal de remordimiento (salvo por un pequeño nerviosismo después de haber matado a ocho personas), los tipos cuentan con detalle sus acciones. No hay llanto, no hay mirada baja, no hay vergüenza, ni pudor ni señal de sentimiento de culpa. Ni siquiera de preocupación. Son, podríamos definirlo sin temor a equivocarnos, personas inmorales. No parece haber, en sus acciones, nada que los contenga o que les indique que lo que hicieron fue, ya no digamos indebido o incorrecto, sino cruel e inhumano.

¿Qué clase de hombres y mujeres son éstos y éstas que vemos todos los días desfilar ante las cámaras y responder brevemente a los interrogatorios de la prensa y de los procuradores respecto a sus múltiples fechorías? ¿Qué tienen en sus mentes? ¿Qué tienen en sus corazones? ¿En qué creen, si es que creen en algo? ¿Tienen algún Dios o algún santo, alguna divinidad o fuerza espiritual a la que apelan o a la que le piden protección? ¿Tuvieron un padre y una madre que los educaran o les indicaran la diferencia entre el bien y el mal? ¿Alguna vez fueron parte de una Iglesia o agrupación religiosa? ¿Alguna vez pasaron por alguna escuela que les diera clases mínimas de civismo, tolerancia, solidaridad, derechos humanos o respeto del otro? ¿De dónde viene la falta de moral?

El debate sobre estos asuntos es muy antiguo. Tanto como lo es la discusión sobre la necesidad o no de la religión en la sociedad. Se inició en la era moderna cuando empezó a ser evidente que no todos creían en el mismo Dios, que no todos lo pensaban de la misma manera, que algunos no lo consideraban más que identificado a las leyes naturales y que otros ni siquiera creen en su existencia. El temor, el gran temor era, y sigue siendo para algunos, que en una sociedad sin Dios no habría moral alguna y que volveríamos a la ley de la selva que, al no tener ningún control sobre sus actos, las masas ignorantes se levantarían en contra de las clases dirigentes. No fue así, aunque algunos lo temieron. Lo cierto es que las sociedades se secularizaron sin que los dioses dejaran de existir. Incluso las sociedades más secularizadas siguen siendo mayoritariamente religiosas. Más aún, los criminales no son únicamente aquellos que no tienen o tuvieron formación religiosa. Como los tristes casos de pederastia en Estados Unidos y en todo el undo han mostrado, son incluso sacerdotes, pastores y otros líderes religiosos los que caen en el más aberrante de los crímenes. Y como cualquiera puede constatar en el caso de México, nuestras cárceles están llenas de católicos, incluidos narcotraficantes, secuestradores, violadores, ladrones, etcétera. ¿Qué nos falló, no solamente a los mexicanos, sino a muchas otras sociedades y no sólo cristianas, musulmanas, judías, budistas, etcétera?

La moral no es un árbol de moras, ya lo sabemos todos. Pero entonces, ¿qué es? Desde mi punto de vista, tenemos que regresar a las bases, para entender su función. La palabra “moral” viene del latín moralis, relativo a las costumbres. De hecho, “la moral” religiosa” está ligada en el origen de las sociedades a las reglas o normas de comportamiento social. Recuerdo que hace algunos años tomé un taxi un domingo en París para ir al aeropuerto y el taxista me comentó que estaba trabajando ese día por lo duro de la situación. Después me contó que a un amigo suyo lo habían despedido de su trabajo por meterse con la mujer de su jefe. Bueno –-le dije-– pues es que su amigo infringió uno de los diez mandamientos, que es a su vez una regla social básica: “No codiciarás la mujer de tu prójimo”. Ah –-me contestó, “¿y cuáles son los otros”, visiblemente interesado. En suma, el problema del amigo del taxista no era su ignorancia de los diez mandamientos, sino la ausencia de una enseñanza cívica básica que le hubiera enseñado que uno no debe meterse con las cosas de los demás (hay que recordar que en esa época las mujeres eran prácticamente propiedad de los hombres). De hecho, en su fórmula original, dicho mandamiento dice: “No desearás la casa de tu prójimo. No desearás la mujer de tu prójimo, su sirviente, su sirvienta, su buey, su burro, ni nada que le pertenezca a tu prójimo.” Claro, ahora hemos avanzado un poco y ya no ponemos en el mismo nivel a una mujer que a un burro, pero la regla sigue siendo la misma: uno no se mete con las cosas ni con la mujer (o el hombre) del otro o de la otra.

El problema sigue siendo el mismo: ¿por qué tenemos ciudadanos que no respetan ni la ley de Dios ni la ley de los hombres? ¿Fallaron las iglesias y las escuelas, pero también los padres? ¿No hubo nadie que les dijera a estos hombres que eso no se hace? ¿No hubo un sacerdote, un pastor o un simple creyente que les indicara la diferencia entre el bien y el mal? ¿No hubo un maestro que les enseñara valores de tolerancia, respeto, solidaridad y derechos humanos? ¿No tuvieron padres? No es éste entonces un problema de valores religiosos o laicos: el problema es la ausencia de valores en todos los espacios de socialización.
© 2009 Secosice, A. C.
All right reserved. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin previa autorización