Escribe: Roberto BlancarteCiudad de México.- Las religiones han tenido, por así decirlo, un bono de impunidad del cual se han aprovechado indebidamente muchos de sus miembros
Uno suele asumir que las religiones son todas buenas y que, por lo tanto, los niños y niñas están protegidos en ellas y por ellas.
Y sin embargo, la triste realidad es que, por sus propias características, por la confianza que generan entre sus seguidores y feligreses, por el aura de santidad que suele rodear a las instituciones religiosas y a sus administradores, el abuso, desafortunadamente, es más común de lo que muchos quisieran admitir.
A pesar de ello, a las autoridades civiles muchas veces les cuesta gran trabajo intervenir para salvaguardar los derechos de los menores de edad y castigar a los culpables, más allá de los propios mecanismos eclesiales, los cuales no suelen funcionar por el encubrimiento interno que suele darse.
Las religiones han tenido, por así decirlo, un bono de impunidad del cual se han aprovechado indebidamente muchos de sus miembros.
No es extraño por lo tanto que la gente en general considere que a los sacerdotes y ministros de culto se les debe dar un tratamiento especial y algunos crean que debe existir una especie de fuero eclesiástico o que los templos sean santuarios intocables, incluso por las autoridades civiles.
De todo ello, quienes salen perdiendo son los más desprotegidos de la sociedad y en particular los menores de edad.
Los ejemplos están a la vista. No hay más que abrir los periódicos o las revistas para constatar que el abuso a niños y niñas por personas ligadas a instituciones religiosas y amparadas bajo una supuesta moral mayor, es un asunto cotidiano.
Los predadores religiosos muestran una constante escalofriante: atacan a los pequeños de los sectores más desprotegidos.
En Boston, por ejemplo, la mayoría de sacerdotes católicos que abusaron de niños, lo hicieron con las familias más frágiles: menores que no contaban con la presencia de su padre, madres abandonadas que ponían a sus hijos en manos de sacerdotes porque pensaron que éste supliría la imagen paterna y se ocuparía de guiarlos por el camino correcto: lobos con piel de oveja, como dice la Biblia.
El abuso religioso a menores es todavía más indignante precisamente porque ni siquiera se muestra como es, sino que se presenta como una oveja o un cordero que no sólo es incapaz de herir a nadie, sino que es la encarnación de la bondad y de la buena moral.
Y se vuelve más indignante cuando, por fuerza de la costumbre o del adoctrinamiento, la maldad es justificada por la sociedad y tolerada por las autoridades civiles, acostumbradas al abuso y al encubrimiento, tanto por razones religiosas como políticas.
Esta semana Milenio semanal muestra algunos aspectos de uno de estos casos sintomáticos de la sociedad mexicana, en la que muchos miembros de ésta, a pesar de todas las evidencias, se negaban a admitir: los abusos, tan constantes como lacerantes, de un lobo vestido con piel de oveja: el "padre" Marcial Maciel, quien al parecer sería en efecto "padre" carnal de 6 hijos e hijas, ahora dispuestos a demandar a los Legionarios de Cristo en una especie de castigo divino, pero aquí en la tierra, para todos aquellos que, al negarse a reconocer la evidencia, se convirtieron de hecho en encubridores del abusador: en la lista se encuentran no sólo miembros comunes de la congregación religiosa y de sus organizaciones de seglares, sino también personajes "distinguidos" de la jerarquía católica, empresarios y políticos.
Segundo ejemplo reciente: las famosas "Casitas del sur", que amparadas bajo el manto del cristianismo evangélico y a la sombra de un "pastor" fundamentalista e iluminado, al parecer manejaban una red de tráfico infantil con fines tan oscuros como dudosos.
Lo cierto es que ahora hay una lista de 14 menores desparecidos, que se cree fueron entregados a miembros de la Iglesia Cristiana Restaurada.
Finalmente, la Procuraduría General de la República encarceló a la directora de la casa hogar Casitas del Sur, Elvira Casco Majalca, al pastor y administrador de dicha Iglesia, Alonso Emmanuel Cuevas Castañeda, y a la maestra Leticia Arrieta Estrada, por su presunta responsabilidad en la desaparición de dichos menores. El caso, que involucra a líderes religiosos y autoridades civiles, apenas comienza a mostrar la negligencia con la que en México seguimos tratando algo tan valioso como es la salud mental y física de los niños y niñas. Y cómo el aura religiosa engaña fácilmente con su disfraz de oveja.
Tercer caso. En Estados Unidos acaban de capturar a otro líder de una Iglesia cristiana que controlaba la vida de sus seguidores.
´Papá Tony, ´ otro papá, había prohibido a su comunidad comer carne y almacenar comida en casa; además que se había casado en varias ocasiones con niñas y jovencitas.
Los detalles sobre el control absoluto que el dirigente tenía sobre sus fieles son aterradores, tanto por las cosas que permitía hacer y las que no permitía, sino por el control mental absoluto que tenía sobre sus miembros, bajo la mirada complaciente de muchos a su alrededor, incluyendo en ocasiones la de los propios padres de los menores.
Lo escalofriante es que todos los casos tienen algo en común: abuso, encubrimiento, complicidad y negligencia político-religiosa. ¿Cuándo tendremos una cultura que elimine la impunidad religiosa?